Trabajo poco satisfactorio para un taller de escritura.
Desde hacía un
buen rato notaba un fuerte ruido y un destello que me dañaba la vista, pero
pasó un buen rato hasta que pude darme cuenta que notaba los sucesos del
exterior incluso estando dormida.
Todos hemos
experimentado esa sensación en la que no sabemos si lo que vemos lo estamos
soñando o solo es el llamado estado de “duermevela”. Cuando mi abuela me
intentaba explicar que era aquello, jamás lo entendí. Siempre había sido una
persona de sueño profundo, muy profundo y muchos me envidiaban por ello. Si,
podía acostarme por la noche y aparcar por completo las preocupaciones del día,
vaciar la mente y mecerme hacia la inconsciencia con facilidad y sin
interrupciones. Durante mis horas de sueño nada me perturbaba, ni ruidos, ni el
demasiado frío o el calor agobiante, ni pesadillas ni sueños. No soñaba nada,
de hecho. Así que se podría decir que nunca experimenté el “duermevela” o estar
medio dormido, o permanecer con un ojo abierto, como quisieran llamarlo.
Mi familia, y en
especial mi abuela, siempre había tenido la certeza de que algo malo me iba a
suceder. El mayor temor de mi madre era que una catástrofe del estilo de un incendio,
una inundación, ladrones o incluso un derrumbamiento me sorprendiera en mitad
de la noche y acabase conmigo sin siquiera darme cuenta. Yo le contestaba, para
sacarla de quicio, que no había mejor manera de morir que hacerlo mientras
duermes.
“¿Qué es esto? ¿Estoy soñando?” Tras unos segundos
intenté girarme para esquivar la luz, o quizás mi cuerpo intentó moverse. Notaba
las extremidades entumecidas y la cabeza pesada, “¿Gripe, fiebre otra vez?”
pensé. Intenté enfocar, aun no se de que
manera y conseguí distinguir la forma cuadrada de la luz. “¡La ventana!” Pero sentía que no era la vista lo que usaba,
o al menos no de la manera normal. El recuadro de luz tenía un tono sepia, pero
supe que era mi ventana porque reconocí la forma. Minutos más tarde me
encontraba llamando a la movilidad de mis extremidades, muy lentamente. Las
piernas y los pies respondieron más tarde y más pesadamente que los brazos o
las manos. El hormigueo permanecía aun como un eco en la punta de los dedos de
las manos con los que intentaba agarrarme y empujar contra la superficie de la
cama, pero notaba que no tenía la fuerza de siempre, costó arrancarme del
colchón. Bajo mi espalda las sábanas se deslizaban, al fin, hacia arriba hasta
que el frío ladrillo del suelo de mi habitación rozó el talón del pie derecho. Lo
que sucedió después no lo recuerdo, ni como conseguí levantarme, ni tampoco
cómo conseguí caerme, pues lo siguiente que recuerdo son mis manos intentando
palpar la zona de la frente en la que ya notaba descender despavorida una gota de
sangre caliente y llena de escozor. Siguiendo su recorrido llegué a la
respuesta que andaba buscando durante…cualquiera que fuese el tiempo llevaba en
aquel estado. Las yemas de los dedos palparon y palparon. El color sepia se
oscurecía por zonas. “No puede ser” No era color sepia, era color piel, claro,
la piel de mis parpados. Tenía los ojos cerrados. Se podría decir que intenté
abrírmelos, pero no era mucha la fuerza que podía ejercer. “¿Por qué?” Quizás
intenté gritar, o quizás intenté llamar a mi madre con la mente, era difícil
distinguir.
Meses después de mi despertar, ninguno hemos
conseguido dar respuesta a la situación en la que nos encontramos mi familia y
yo. Quisiera obviar el encuentro con mis seres queridos aquél día por ahorrar
drama y detalles que ni estoy segura de recordar, sólo puedo decir que nunca se
acostumbrarán a algo así. Lo que si he de agradecerles es el secretismo que han
conseguido mantener. Ni médicos, ni expertos, ni nada. El precio que han tenido
que pagar ha sido alto.
Ellos mismos intentaron abrirme los ojos, hacerme
hablar, llamar mi atención de todas las maneras, provocarme sonidos
pellizcándome. Incluso llegaron a abofetearme. No consiguieron mayor respuesta
de mí que unos cuantos simples gestos con el cuerpo que aprendí a mover como si
fuese una marioneta.
Tras el paso de las semanas intentan conseguir
cierta normalidad sin cesar de vigilarme. Me dejan sola en mi habitación
mientras paso las horas tumbada sobre la cama. A veces mi padre enciende su
radio y la deja junto a la puerta de mi habitación, para que no me sienta sola
cuando abandonan la casa. No se como explicar que siento la presencia de mi
madre junto a mi cama o en la puerta, observándome, sollozando. A veces trae
consigo un plato de galletas que ha de llevarse días después sin que lo haya
tocado. Noto el olor de las galletas, y noto el olor del pollo asado, panceta,
pimientos rellenos, fruta, café…llamando desde la cocina. Debo de haber comido
en este tiempo, si no, habría muerto. Noto la voz monótona y ronca en los rezos
de mi abuela a los pies de mi cama. Noto, como la primera vez, la luz del día
que entra por mi ventana.
Para mi familia, ahora soy como un fantasma. No
hablo, no abro los ojos, no expreso nada, casi ni existo. Paseo por la casa, me
siento en el sofá, me paro en medio de la cocina. Es muy difícil explicar qué
siento. Mis acciones se basan en sensaciones adquiridas de lo que ocurre en el
mundo real, pero que yo percibo de una manera diferente. Por eso no puedo estar
segura de si lo que recuerdo ha sucedido de verdad o sólo es un sueño.